EL RAMO DE FLORES


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EL RAMO DE FLORES

Actualización 2019



Foto: Eco Republicano

En la comarca de La Campiña, tuvo lugar una historia que muchos conocieron, pero pocos recuerdan. Es la historia de Bernarda, una joven que vivía en un pueblo no muy lejos de la capital de la provincia, en cuya ciudad habitaban sus tíos, únicos familiares que tenía. Era una chica de cultura primitiva y de belleza pueblerina. Corrían los años treinta, y se enamoró de un joven cuatro años mayor que ella. Se diría que el amor que se tenían, les aislaba del resto de los mortales. Su pasión era igual de primitiva que su origen social y cultural. Pero su amor era tan sublime y tan carnal a la vez que en aquellos años rompieron los paradigmas de sus contemporáneos; superando todos los prejuicios tradicionales.
Bernarda y Juan, se unieron en matrimonio, en una ceremonia civil en el ayuntamiento del pueblo. Vivían una vida idílica dentro del marco obrero y campesino, donde se desarrollaba su actividad. Ella de criada de servir, él de obrero en una finca del pueblo. A los pocos meses de casarse, Juan lleno de orgullo, inscribe en el ayuntamiento de su pueblo, a su hijo Luis, fruto de su matrimonio. Habían conseguido gozar de la unión de sus vidas y de las mieles de su amor. No envidiaban a nadie. Su vida era vivir el amor día a día, noche tras noche. Ambos creían gozar por adelantado del cielo, del cual oían hablar a sus mayores y a los curas de la época. Porque si a la gloria van los buenos para gozar. Ellos estaban ya en camino.
En aquellos años, llegó al pueblo la noticia de que la guerra había estallado y que en la provincia, se estaba reclutando a los mozos reservistas del servicio militar. Juan se encontraba librándose de él, por ser huérfano de padre y tener hermanos menores de edad.
A los pocos días, recibe la orden de alistarse, por la fuerza, al bando que ocupa su provincia. Ni Juan ni Bernarda, entenderían nada de lo que pasaba a su alrededor. Planearon irse los tres juntos. No se pueden separar y menos ahora. La guerra les desborda y no cabe en su nube de amor semejante atropello. Evidentemente, las culatas de los fusiles de los reclutadores, se encargan de evitar el atrevimiento de ir a la guerra con una mujer y un niño recién nacido. En retaguardia, cuidarán de ellos, le aseguran.
Cuando el tren partió, allí se hacía pedazos, el corazón de ambos y sobre todo el proyecto de vida que con tanto cariño habían anidado. Juan no sabía cuál era mayor sufrimiento, sí la ausencia de su esposa o el participar a la fuerza en aquella guerra fratricida. Bernarda era una mujer perdida, inmolada en el empeño de cuidar a su hijo; haciendo de madre y de padre, cuya ausencia le desesperaba cada día más. Para ambos no había consuelo, no entendían para qué una guerra y menos comprendían lo que se conseguía con ella.
Los días y los meses pasaban y de aquellos jóvenes reservistas, nada se sabía. Se bombardeó la capital. Sobre todo, el barrio humilde de la estación. Y en represalia, mataron a los detenidos del bando contrario, en la cárcel provincial. Después de una espera interminable, Bernarda recibe la primera carta, enviada desde el frente: 


Mi querida mujer 



Desde el mismo momento que perdí de vista la torre de la iglesia, sabía que salía del cielo y que, aquel tren, me conducía al infierno. 

Amor mío, no puedo escribirte todo lo que estoy pensando. Ya sabes que mi escritura no es muy buena. Las cosas de esta guerra no nos importan, ni a ti ni a mí. Te tengo presente todas las horas del día y de la noche. Me acuerdo mucho, también del chaval, ¡Pobre criatura sin su padre!. 
Esto es el infierno. Es todo lo contrario del cielo, en el cual vivíamos los dos. Ni que decir tiene que te revivo a mi lado. Gozo de tu recuerdo. Cualquier rama, planta o flor del campo me traen recuerdos tuyos. De nuestros revolcones con olor a tomillo y cantueso, de nuestros largos besos y nuestros interminables abrazos. La otra noche soñé que te tiraba al río y te sacaba del agua en volandas. Luego te secaba a lengüetazos como los perros secan a sus crías. 
Hablando en serio, te quiero, te deseo. Odio la guerra que me separa de ti. Tendrás celos del fusil porque me obligan a sobarle más que a ti, mi mujer. La chica más hermosa que hay en todos los pueblos de la comarca. Te escribiría cosas más verdes, pero no quiero porque algún día, alguien, pudiera leerlas y estas cosas son sólo tuyas y mías. Mi cielo. 
Tengo que terminar porque el correo se lo bajan al pueblo y es posible que pronto caigamos en manos de los otros y será más difícil que te envíe cartas. 
Un beso muy fuerte y un pellizco en el mofletillo al niño. 

Tu marido que lo es Juan

Esta carta se convertiría en el único testamento que le dejó aquel hombre que perdió de vista entre lágrimas, en aquel tren, camino hacia el infierno. No habían pasado muchos meses, cuando un lacónico mensaje llegó al pueblo con la noticia de que su marido Juan, había muerto. No le dieron más información. A Bernarda tampoco le consolaba saber más detalles de la desaparición de su marido. Su vida había quedado truncada como la suya. Más tarde, supo que Juan había sido cogido prisionero y condenado a muerte en juicio sumarísimo. Y que cuando se encontraba en capilla, un sacerdote, le invitó a confesarse para morir cristianamente. Entonces, Juan, le respondió que no tenía de qué acusarse y que el amor de su mujer, de su Mari, como él la llamaba, le había hecho alcanzar ya el cielo. Como consecuencia de esta negativa, fue enterrado en el cementerio civil. Esta versión de los últimos momentos del condenado, se contradecía con otra venida con posterioridad, que mantenía la tesis de que, quizá, no era él, el fusilado. Y lejos de estar muerto, habría llegado a la frontera francesa, para más tarde, tomar parte de la diáspora del exilio.
Estas aclaraciones de la desaparición de su marido, no mermaron el desgarro de Bernarda. Nunca se supo si en su intimidad, acarició la esperanza de volver a ver a Juan. Jamás podía pensar que la vida le tratara con tanta crueldad. Su hijo Luis, no llenaba el vacío dejado por su amante. Los dos amores de su vida los tenía muy claros y su primitiva forma de verlos, casi animal, no le hacían albergar ninguna duda. Ya nunca podría hacer el amor con el hombre que ansiaba y sin embargo el amor de su hijo, sí le servía para recordarle que éste era el fruto de aquella pasión. Pero su vida sin Juan ya no era vida... Tan pronto como pudo, visitó la fosa común donde le contaron que yacía su marido. Esta cita con su finado amor se iba a repetir muchas veces a lo largo de su vida. En no pocas ocasiones, acompañada de su hijo Luis.
Nada más terminar la guerra, los victoriosos, le hicieron pagar las consecuencias de ser la mujer de un hombre que, el azar le llevó al bando de los perdedores, de los vencidos. Bernarda fue víctima, como otras muchas mujeres, de diversas vejaciones. Las purgas con aceite de ricino y el corte del pelo al cero. Pasaron algunos años y Bernarda se abría camino para nutrir a su hijo. Los años del hambre le obligaron trabajar más y más, en las casas y en el campo. Al pueblo donde vivía Bernarda, vino un hombre joven, mayor que ella, a trabajar a una cuadra de ganado vacuno. Este hombre venía del Norte y su semblante era de una persona, buena y apacible. En términos populares, un pobre hombre...
Las circunstancias que rodearon la situación de Bernarda, llevaron a sus familiares de la capital, a convencerla para contraer segundas nupcias con Félix, que así es como se llamaba el recién llegado. Bernarda aceptó ese matrimonio, con el convencimiento de que el amor de su vida jamás volvería. Su predisposición para entregarse a otro hombre que no fuera Juan, era nula. Se celebraría el matrimonio, cohabitaría con otro hombre pero su cuerpo ya no vibraría con aquel amor carnal y salvaje. Bernarda y Juan estuvieron predestinados a vivir un amor sensual y sexual irrepetible. La unión con Félix en matrimonio canónico, era un apaño, como se comentaba en el pueblo. Tampoco le aceptaba para darle un padre a su hijo. Ya se encargó de transmitir a su hijo, que aquel hombre, ni era su padre, ni era su padrastro. Aquel hombre, recordaba el papel putativo de San José. Como prueba de ello, Luis siempre llamó a su padrastro por su nombre: ¡Oye, tú, Félix!. Este era el trato que el hijo de Bernarda, le dispensaba.
De esta forma, Bernarda y Luis, comenzaban una nueva vida al lado de un hombre que aceptó todo a cambio de nada. Félix, trabajaba y trabajaba. Luis desde una temprana edad, comenzó su actividad en el campo. Las relaciones entre ambos fueron tensas y Bernarda siempre tomaba partido por Luis. Era el recuerdo de aquella vida, preñada de satisfacciones, la que le recordaba su hijo. Cada día, Bernarda, siempre que tenía oportunidad y sobre todo, el día de Todos los Santos, visitaba la fosa común donde reposaba su único marido, su único hombre, su único amante. Félix, había aceptado todo eso con normalidad, parece que todo estaba incluido en aquel enlace tan atípico.
Pasado algún tiempo, Bernarda se quedó embarazada y dio a luz otro hijo. A este le puso por nombre Miguel. Más tarde las relaciones entre los hermanos, se confirmaron también hostiles, como las habidas entre Luis y Félix. Una vez más, Bernarda, se veía anclada en su pasado. Todo lo que le ocurrió después de la muerte de Juan, no le suponía, ni mucho menos, aprovechar la oportunidad para que su corazón, volviera a latir. Su nuevo marido, no era su marido, su nuevo hijo, no era hijo de Juan y por tanto era distinto. Bernarda seguía viviendo de las mieles de su primera y única experiencia vital como mujer, como amante y como madre. Parece como si Bernarda hubiera creado otro personaje. Soportaba la doble familia con su doble personalidad.
Cuando Miguel tenía diez años, Bernarda trajo al mundo a Carmen. Esta nueva hermana, jamás fue reconocida por su hermano mayor y sus relaciones con Luis no fueron ni sensibles ni cariñosas. El ciclo se repetía y los personajes se perfilaban más radicales. Bernarda seguía visitando el cementerio, bajo la mirada comprensiva de Félix y los ojos atónitos de los amigos de Miguel y de Carmen. Éstos, no podían comprender que la madre de sus amigos, llevara flores al cementerio, al padre de su hermano mayor, viviendo su padre, el cual conocían.
Así transcurría el esperpento de la familia que Bernarda se había dado y nadie encontraba explicaciones. Ella nunca supo lo que era amar, fuera de la vida con Juan, ella nunca supo lo que era un hijo fruto del amor, fuera de Juan y ella nunca supo lo que era sentirse mujer, fuera de los instintos sensuales de Juan. Nadie sabía, ni ella misma, qué personaje estaba interpretando y mucho menos a qué drama pertenecía.
Cuando el mayor de sus hijos, tenía veintitrés años, el esperpento se tornó en tragedia. Luis tuvo un accidente en el campo, que le costó la vida. Un tensor de sujetar la mies en un remolque, le abrió la cabeza en dos. A partir de ese momento, Bernarda, no podía concebir tanto dolor, tanta tragedia y tanta desolación. Volvían a matar a su Juan. Moría el cordón umbilical que la sostenía viva. Bernarda, sin Juan, sin su amor y sin Luis, fruto de ese amor.
Ahora qué podría hacer. A quién acudiría. Su pasado moría con su presente. Presente que nunca vivió. Creyó enloquecer y decidió huir. Pero no fue capaz. Siguió llevando flores a la fosa común donde estaba enterrado su marido Juan y compartía estas visitas con la tumba de su hijo Luis. Entre estos dos cementerios, el civil y el sacramental, Bernarda desgranaba el despojo de su vida. Aunque seguía siendo madre de Miguel y de Carmen y esposa de Félix, cada personaje seguía en su lugar e interpretaba cada uno la función asignada en esa incierta ruleta del esperpento creado por Bernarda.
Carmen creció llena de caprichos de su madre en continúa desautorización del padre y del hermano. Una sobreprotección de su madre, le evitó encontrar trabajo y siempre estuvieron juntas. Parece como si la madre la hubiera condenado, a vivir con ella su frustración. No le permitió la oportunidad de ser feliz como fue ella. Tanto la madre, como la hija acabaron siendo víctimas de una hipocondría grave. A esto se unió la baja laboral permanente de Félix por una enfermedad sin cura.
Aunque no fueron a la escuela de forma muy continuada, Miguel y Carmen, crecieron con aspiraciones culturales muy superiores a las de su madre. Él leía a los clásicos y Carmen cantaba muy bien la tonadilla. Ambos solían leer obras de Lorca con otros amigos, sentados alrededor de la mesa camilla, al arrullo del brasero. Los personajes lorquianos se mezclaban con el drama de aquella familia. Su casa, podía ser la de Bernarda Alba, el hogar de la fustigación y del desamor y ella seguía sufriendo como Yerma hasta el final. Ante este panorama, Miguel, empujado por unos amigos, abandona el pueblo y se va a la capital, ante la resistencia de Bernarda.
Miguel, deja tras de sí, un hogar con aires de locura e hipocondría, mitad manicomio, mitad hospital. Los lazos psicológicos que mantiene con su familia son aún muy fuertes. Son como una fuerza irresistible hacia un final fatal. Ha sido testigo de demasiadas situaciones, inconfesables ante sus nuevos amigos de la capital. Ahora vienen todos los fines de semana a ver a sus padres y hermana. Allí le cuentan las enfermedades de la semana y las desavenencias entre la madre y la hija. El padre, reacciona como siempre, testigo de todo y protagonista de casi nada.
En amores, nadie fue afortunado en la familia de Bernarda: Luis, tenía una medio novia antes de morir, jamás tuvo el consentimiento ni el apoyo materno. Carmen, todos sus pretendientes fueron rechazados por su madre. Miguel, tuvo una novia en la capital y no supo decidirse y le abandonó, su madre no ocultó su satisfacción. Félix, nunca se supo qué condiciones aceptó en su enlace con Bernarda, pero debieron de ser muchas, pero ninguna favorable a él. Y nadie cree que fuera buscando el amor, porque Bernarda no era el camino para encontrarlo.
Ella, sí conoció el amor y así se lo hizo saber a propios y extraños. El amor de su vida, fue Juan. La muerte de Juan se llevó el amor de Bernarda y con él todo. Arrastró todo y a todos. Castró a todo lo que le rodeaba. Ella visitaba las tumbas de sus amores; haciendo de su casa otro campo santo, donde nadie llevaba flores ningún día del año. Su familia de los cementerios, Juan y Luis, de nada se diferenciaban de las pétreas figuras esculpidas en su casa, para siempre, con sus propias manos. Bernarda amó como nadie de su época, salvajemente, sensualmente, humanamente, pero sus hijos, no solo fueron testigos y acompañantes de las visitas a los cementerios, donde yacen los amores de su madre, sino que fueron propios sepultureros de los suyos. Carmen y Miguel, con las flores, que muchas veces ellos mismos compraban, asistían a los funerales de sus amores, que su propia madre se había encargado de matar o de que no nacieran.
Bernarda vivió y murió en el amor, al mismo tiempo. Vivió el amor carnal y egoísta que todo lo traspasa, que todo lo puede. Hizo vida de su amor muerto y sembró de cadáveres su propia casa. Cada día, aviva su amor cuando toma sus flores y visita la tumba de aquel miliciano que no quiso ir al cielo, porque el cielo era ella.
La familia de Bernarda, se hizo vieja antes de tiempo. Miguel, a pesar de salir de su casa, no fue capaz de hacer una nueva vida, su madre le arrastraba, sin poder evitarlo, a su mundo de muerte, a su perpetuo desamor. Él sabía que toda la felicidad, en el entorno de Bernarda, le estaba vetada. Las mujeres habían huido de su lado, porque detrás estaba Bernarda y su drama. Carmen, pronto se sintió inútil ante la vida. Se resignó a ser la eterna enfermera de las hipocondrías de su madre. Ajada por las inclemencias del ambiente familiar, acompañaba a su madre muchas tardes, con un ramo de flores a la tumba de su marido. Aquellas fragantes flores, le hacían revivir a Bernarda, el amor de su vida. Mientras, Carmen recogía las flores secas de la visita anterior, que le hacían sentir aquella metáfora que abrasaba su corazón y le transportaba al abismo de la desolación Todo estaba fatalmente predestinado.
El drama de esta familia iba desgranando sus secuencias y eventos más trágicos. Y después de una larga enfermedad, Félix, aquel personaje gris, que nadie sabrá de sus gozos y sufrimientos, murió sin apenas dejar huella. Cuentan los vecinos del pueblo que el día en que enterraron a Félix, su segundo marido, Bernarda, abandonó su hogar. Sus hijos le sorprendieron, con un ramo de flores, al lado de la fosa común del cementerio civil de la capital. Y allí, junto a ella, estaba Juan.

Pedro Taracena Gil


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