Juan Carlos I, los mariquitas no cazan ni torean
Sabíamos, entre otras muchas cosas, que disfruta con el
sufrimiento de animales. Lo de la homofobia rondaba, se sospechaba,
ahora está confirmado.
Por Julio Ortega Fraile
Juan Carlos I, “El Campechano” – te
dicen -, ¿no? Bueno, ya sabemos que esto de los sobrenombres es a veces
como la sonrisa de Rajoy: vende (o eso pretende) por fuera hasta que
llega un fotógrafo inoportuno e inmortaliza en una décima de segundo la
verdad que hay tras ella, al otro lado, por dentro. También a tu
trastarabuelo Fernando VII le llamaban “El Deseado” y ya ves tú.
Tú no estabas oculto, sólo aforado,
porque no me refiero ya a leyes – esas que El Sonriente corrió como con
cetro persiguiéndole el orto para cambiarlas tras tu abdicación,
¿voluntaria? Ja, jaja, jajaja, niño elegido de los Caballeros de la
Orden de Malta, muchacho pupilo del Generalísimo, adulto colega de Jaime
Carvajal y Urquijo, Manuel Prado y Colón de Carvajal o Emilio Botín,
entre otras muchas perlas. Rey por decreto, siervo con toga de abogado
del poder. No, no hablo de leyes que te protegen de ser ni tan siquiera
procesado por presuntos hijos ilegítimos, por presuntas fortunas
malparidas o cuentas en paraísos fiscales (sin presunción). Lo hago del
miedo a divulgar otro tipo de corrupción cuando es real (en sus dos
acepciones): la moral.
En una sociedad de castas, sí, de castas
– ¿qué alias se me adjudicará: proetarra, bolivariano? -, están los
intocables y los hostiados. A los segundos les contabas cada Nochebuena
muchas cositas, entre ellas que todos, y te incluías tú con tu
patrimonio personal de ¿cuánto?, cerca de dos mil millones de euros
según el New York Times, tendríamos que apretarnos el cinturón. A los
primeros perteneces, con tus amigos, y de apretar también sabéis un
rato, pero las gargantas de quienes sin escogerte te encontraron y sin
desearte te(os) hubieron de soportar. Todavía lo hacen, lo hacemos, sólo
ha cambiado el apodo, antes “El Campechano” y ahora “El Preparao”.
Corrupción moral, sí. Durante mucho
tiempo no te hizo falta esconderte para viajar en aviones del estado
pagados por aquellos que apenas pueden comprarse una T10 para ir a matar
osos a los que previamente habían emborrachado, o gamos, ciervos,
leopardos, etc., pero calculaste mal el momento y la altura de aquel
peldaño delator para ir a hacer lo mismo con tu último (que se sepa),
elefante, ¿verdad?, del mismo modo que tantos cazadores, en un ansia
irrefrenable de abatir seres vivos, lo hacen utilizando prácticas
prohibidas, al borde de las carreteras o en días de fortuna, a ti te
pudo el afán de matar sin reparar en que mientras tú estabas en Botsuana
en España comenzaban a resquebrajarse los muros que parecían
indestructibles de La Zarzuela, a llenarse de moho una corona que se
antojaba inmaculada y a doblarse el bastón invulnerable de Su Majestad.
Tal vez te nos colases tú y tu estirpe
de matute en una Constitución blindada (a veces), pero no se puede
escupir sobre la dignidad de un pueblo eternamente, tampoco ocultar para
siempre la realidad ni, al loro, Rajoy, votar por trámite de urgencia
en el Parlamento que los ciudadanos sepan y callen, callen y aguanten,
hoy igual que ayer, tras un ayer de cuarenta años.
En las corridas de toros no te
escondías, ¿para qué?, si un monarca impuesto, no electo e irrenunciable
no es despotismo en democracia, pues tampoco la tortura de un animal,
su exhibición como espectáculo público y que sea un acto subvencionado
es crueldad, crimen, violencia y robo en el mismo Sistema donde tú
prendes medallas de oro en el pecho de los torturadores, y en el que se
quiere proclamar esa indecencia sanguinaria, esa atrocidad inmoral, ese
sadismo ancestral, esa ignorancia y brutalidad seculares, ese dolor
psíquico y físico para humanos y no humanos bien de interés cultural.
Pero la última de tuya de la que nos
hemos enterado, Juan Carlos de Borbón y Borbón, sin sorprender por venir
de Vos, revuelve más todavía por venir de ti. Ocurrió hace un año y fue
silenciado entonces por ese aforamiento no escrito que se construye en
las dictaduras y que contribuye a perpetuarlas: el de las piras donde
arde lo no dicho, lo que no se puede decir, el de los autos de fe
quemando la evidencia antes de que se airee, porque después sería
incómodo para los inquisidores y destructivo para los del sambenito por
no callar. Sí, nada sorprendente en ti y en tus pares, nada nuevo en los
totalitarismos, también en los encubiertos, nada que no supiéramos,
pero nada que ahora ya no nos atrevamos a decir. Te paraste en una
caseta en la Feria del Libro en Madrid, la de la Asociación de Gais y
Lesbianas y tras un vistazo les preguntaste: ¿Aquí sólo publicáis libros
de mariquitas?
Disfrutas con el sufrimiento de
animales, como autor y como espectador lo aplaudes, lo premias, lo
defiendes y lo practicas, la ecuación estaría coja si no fueses también
homófobo. Raro es que quien fue alumno aventajado y elegido de Franco y
tanto lo ha alabado (pruebas hay), no llevase en su bagaje la palabra
maricón (mariquita para dulcificar y campechanear, igual que una corrida
es arte o la caza deporte y sostenibilidad). Sería harto extraño.
Nos has dejado dos herencias: tu hijo y
la de tu vergüenza, pero recuerda: ni tú ni la Institución que
representáis pisa ya sobre suelos de lujo, ahora el mármol se está
transformando en arenas movedizas. Y podrá seguir cerrado el candado de
las leyes que sella la caja de vuestros desmanes, pero se ha abierto el
del miedo, y hay demasiada mierda adentro y demasiado hastío afuera como
para que ya no se salga el mal olor.
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